El acoso laboral es una forma grave de violencia de consecuencias devastadoras en las víctimas durante el proceso y una vez finalizado el mismo. Es muy común, por ejemplo, que tiempo después de haber finalizado el acoso la víctima experimente un trastorno agudo de estrés postraumático similar al que padecen las víctimas de conflictos de guerra o de catástrofes naturales. Pero ¿cómo es posible que se llegue a esas consecuencias tan adversas?
Como hemos venido diciendo, es importante entender el acoso laboral como un proceso sostenido en el tiempo. No debe sorprender, por tanto, que a lo largo de dicha evolución se sufran una serie de reacciones emocionales, físicas y cognitivas.
Al comienzo, durante la primera fase, es común que la víctima se sorprenda por la agresión. En nuestra vida diaria, donde podemos elegir con qué personas socializamos, es difícil experimentar ese tipo de violencia gratuita y carente de compasión. Como reacción a la sorpresa, la víctima queda paralizada y puede no saber qué tipo de comportamiento adoptar.
Ante los primeros ataques inesperados se experimenta una sensación de confusión. Las víctimas no saben o no se atreven a enfrentarse al acosador. Estos sentimiento de confusión y sorpresa les impiden reaccionar. A veces las víctimas son jóvenes o recién llegadas a una nueva organización y no quieren empezar “dando problemas”. La confusión genera estrés, tensión, angustia e incertidumbre.
Muchos de estos primeros ataques son actos velados, sutiles, conocidos solo por el acosador y la víctima. Ambos son conscientes de la falta de reacción por parte de la víctima que puede acabar asumiendo y aceptando la sumisión a su acosador, albergando la esperanza de que este termine algún día su actitud de acoso. Cuando los ataque se vuelven generalizados la víctima comprende que la situación no va a cambiar, se va “apagando” poco a poco consecuencia del efecto de “indefensión aprendida”. El agresor se da cuenta de que su estrategia funciona, se siente más seguro de sí mismo e incrementa sus conductas de ataque.
La víctima trata de buscar razones que puedan justificar esa violencia y, al no encontrarlas, puede empezar a dudar de sí misma. Máxime si pide consejo a amigos o familiares que pueden sugerirle sin querer que lo que le pasa tiene que ver en parte que ver con su personalidad (“eres demasiado buena, inocente, etc.” o “deberías imponerte, no dejes que te avasallen”, etc.). Debido a esto, la víctima comienza a dudar de sí misma y acaba por concluir que es en parte culpable de la situación que vive por su forma de ser.
Toda esta situación genera angustia, ansiedad y estrés en la persona. La reacción del cuerpo ante el estrés es variada. Se producen una serie de alteraciones fisiológicas: palpitaciones, sensación de ahogo, insomnio, nerviosismo, irritabilidad, dolores en el estómago, de cabeza, etc. Además, la respuesta al estrés debilita el sistema inmunológico, siendo habituales los resfriados, virus, irritaciones en la piel, etc. El cuerpo no puede aguantar indefinidamente una situación de estrés y se produce un desgaste. A largo plazo las víctimas se pueden sentir agotadas física y emocionalmente y, por ejemplo, les costará trabajo levantarse de la cama pensando que tienen que ir a trabajar.
Cuando el acoso es generalizado, los compañeros de trabajo suelen mantenerse al margen y actuar, en el mejor de los casos, como si la cosa no fuera con ellos –en el peor de los casos se alinean con el agresor- . Obviamente, esto es percibido por la víctima que sufre una especie de “doble victimización”, pues a la violencia que soporta de su agresor se suma la sensación de desamparo, de soledad y de tristeza al no encontrar apoyo social a esta situación tan injusta. Esta sensación de desamparo es una de las consecuencias más devastadoras a nivel emocional si atendemos a lo que las víctimas cuentan en las sesiones de terapia.
Como consecuencia de estos procesos, la víctima entra en un estado de ansiedad generalizada lo que la convierte en una persona vulnerable. Aumentarán sus conductas impulsivas, irritables y de pérdida de control que harán más frecuentes los errores y reducirán su autoestima llegando a pensar que el acosador tiene en parte razón.
Un tiempo después, la víctima entrará en un aplanamiento emocional, de indefensión aprendida y, finalmente, de depresión.
Como efectos colaterales de la situación observamos, obviamente, una bajada de productividad del empleado y el incremento de los problemas extra-laborales, pues la persona, por la situación de irritabilidad y agotamiento emocional que sufre, puede tener dificultades en sus diferentes relaciones interpersonales (pareja, familia, amigos, etc).
Finalmente, cabe plantear un efecto muy generalizado entre las víctimas una vez termina la situación de acoso; el trastorno de estrés postraumático. Este trastorno es común entre aquellas personas que han presenciado o que han sufrido un suceso traumático que les causó impotencia, miedo u horror extremos. El testigo o la víctima de dicha violencia vuelve a “revivir” el trauma a través de pesadillas, rumiaciones y pensamientos intrusivos evitando a personas, lugares o pensamientos relacionados con el suceso.
Este trastorno puede ser duradero y venir acompañado de depresión. En casos graves puede ser altamente incapacitante pues la persona tiene dificultades para volver a trabajar o para socializar.
En definitiva, podemos comprobar las funestas consecuencias que puede generar una situación de acoso en el trabajo que, resumiendo, pasan por:
A corto plazo: Sorpresa, paralización, confusión, miedo, estrés, ansiedad, pérdida de confianza en uno mismo, sentimiento de culpabilidad, irritabilidad, dificultad para concentrarse y para dormir, cansancio, dolores abdominales, cefaleas, taquicardias, etc.
A medio plazo: desesperanza, baja autoestima, tristeza, soledad, indefensión aprendida, trastorno de ansiedad generalizada, depresión, insomnio, etc.
A largo plazo: trastorno por estrés postraumático, trastorno adaptativo, incapacidad para volver a trabajar, desconfianza en los demás.